Imagen 1. Vista de la calle Muñices. |
La de Muñices es una de esas calles que persisten en Córdoba manteniendo su denominación desde hace al menos un par de siglos. Enclavada en el barrio de la Magdalena, entre la plaza del mismo nombre y la del Realejo, anteriormente se la había conocido como calle de la Puerta Quemada en 1435 y calle de la Puerta Mayor de la Magdalena en 1490. Más tarde, en 1811, aparece con el nombre de Muñiz en el plano de Karvinski o de los franceses, pasando a llamarse como en la actualidad en el plano de 1851 de Ricardo de Montis.
Imagen 2. Puerta de entrada al Palacio. |
Aproximadamente hacia la mitad de la calle, en el número 12, nos encontramos una de las casas solariegas más grandes de Córdoba. Curiosamente, y aunque su fachada ocupa unos 80 metros de longitud, la mitad de la línea de fachada que va desde la plaza de la Magdalena hasta la calle Diego Méndez, no hay en ella ninguna placa que nos indique su origen; no es el único caso, ya que esto mismo ocurre con otros edificios históricos de nuestra ciudad. Se trata del conocido como Palacio de los Muñices, propiedad de la familia Muñiz de Godoy, y que acabó dando nombre a la calle en la que se encuentra. En el siglo XVI pasó a ser propiedad de los Díaz de Morales a través de un matrimonio entre miembros de ambas familias, y en sus manos permaneció hasta 1965 en que fue vendida a Pedro Lozano. Desde 1930 había estado funcionando como casa de vecinos, pero en 1982 fue expropiada por la Junta de Andalucía.
A partir de ahí, y tras las obras de adecuación necesarias, el palacio pasó a convertirse en la sede del C.E.I.P. San Lorenzo. Alumnos y profesores se trasladaron desde el antiguo colegio situado en la calle Arroyo de San Lorenzo hasta el remodelado e impresinante edificio, y entre ellos comenzó a circular el relato de unos hechos ocurridos entre sus paredes siglos atrás, una historia que Rafael Ramírez de Arellano narró de la siguiente manera:
"Hasta el año de 1841 existió en la fachada de una de las casas de la calle de los Muñices, frontero á un postigo (hoy tapiado) del jardín de los Sres. Diaz de Morales, un Cristo crucificado de mala escultura, ante el cual pendía siempre una luz por los del citado apellido costeada. Al quitar los santos de las calles, el Cristo fué á dar en el oratorio de la casa solariega de los Muñices, y al morir el último poseedor de aquella cuantiosa vinculación, quién sabe cuál habrá sido la suerte de la menguada escultura, vendida como muchas otras en pública almoneda.
Esta imagen fué puesta en aquel lugar en los últimos años del siglo XVII, y, aunque tradicional, es verosimil el hecho causa de su colocación. El pueblo, poeta sin igual, ha embellecido la historia formando una de las más interesantes leyendas cordobesas. Esta es la que nos proponemos narrar, y hela aquí tal como hasta nosotros llegó.
Imagen 3. Retrato de Isabel. |
D.ª Isabel Diaz de Morales, sobrina y esposa de D. Juan Francisco Diaz de Morales, capitán de corazas y veinticuatro de Córdoba, era, al decir de las gentes, una de las mujeres más hermosas y celebradas de su tiempo, y debió de serlo sino mintió el pincel de D. Juan de Alfaro y Gámez, que conservó en el lienzo las líneas delicadas de su rostro. Era de blanco y sonrosado color, de ojos y cabellos negros, de pequeña y fresca boca, de correcta nariz y de alta y arrogante estatura. Así no es estraño que despertara el amor en los que tenían la fortuna ó la desgracia de verla y el deseo de su vista en los que sólo conocían su belleza por los elogios que de ella hacían propios y estraños. Entre éstos se contaba un caballero de principal linaje y rico en bienes de fortuna, que, aunque cordobés, era forastero en su patria y recien llegado á ella después de militaar en Flandes, estudiar en Salamanca y asistir en la corte, donde tenía entrada por su esclarecido origen de los La Cerda de Castilla.
Llamábase D. Luís, y apenas llegado á Córdoba, no escuchó otra cosa de amigos y deudos, que el elogio de D.ª Isabel, entrándole tal comezón de conocerla que no desperdiciaba ocasión, antes las buscaba, de ver tan rara y prodigiosa hermosura. Frecuentó con este objeto las casas de los principales cordobeses á donde pudiera ir de visita la deseada y no vista señora, recorrió paseos, sin faltar ni aún á las iglesias, donde con el respeto debido al templo, pudiera contemplarla á su sabor, aunque honestamente y tales trazas se dió que al fin un día de jubileo en la Magdalena, pudo verla postrada ante el altar y devotamente recogida. No fué más pronto vista D.ª Isabel que amada por D. Luís, y a pesar de que era buen cristiano, de tal modo distrajo su atención, que se olvidó del lugar y sus ojos como robados no se saciaban de contemplar á la dama, mientras en su pecho el taimado niño abria la amorosa herida, causa de sus futuros males. Vino tras el placer de mirarla, el deseo de poseerla y tan á priesa se le entró por el alma, que al punto perdió el reposo y todo su pensamiento estaba consagrado, en todo tiempo y lugar, al objeto de sus mortales ansias y amorosas cuitas.
Imagen 4. Iglesia de la Magdalena. |
Abandonó D. Luís por completo la compañía de amigos y camaradas, y todas sus amorosas empresas antes innumerables, pues tan pagado se hallaba de su persona que no creía hubiese mujer que no fuera de él tan pronto requerida como lograda; empero no imaginaba lo mismo de D.ª Isabel, antes bien, la juzgaba fortaleza inexpugnable en cuyos muros no harían mella los disparos de sus ojos ni los rayos del fuego en que su corazón se quemaba, y de este modo andaba entristecido y desasosegado rondando por día y noche la casa donde se guardaba el tesoro, fin y empresa de sus deseos.
Aconteció que el mal aconsejado caballero hubo de tropezar cierta noche oscura y tenebrosa con uno de los pajes de la dama, quien infiel á sus señores y ganado del oro que D. Luís le diera, se prestó á ponerlo en contacto con una reverenda y oronda dueña que de tercera le sirviese, pues siempre fueron las dueñas amigas de tercerías y mucho más si hallaban bolsillo lleno que trasegar al suyo.
Quedaron citados para la noche siguiente paje y rondador, y llegada aquélla, D. Luís, á quien parecióle no llegaría, acudió á la plaza de la Magdalena y tras él apareció el paje seguido de la bigotuda dueña, la que no fué vista de D. Luís, cuando acercándose á ella para empezar la plática de un modo que le ganase la voluntad, le puso en la mano un bolsillo relleno de oro, quedando ella como suele decirse, más suave que un guante y obligada y suspensa de la generosidad del gentil hombre á quien había de servir en aquella aventura.
Contóle D. Luís sus amorosas cuitas, pidiéndole protección y amparo, para ganar la voluntad de D.ª Isabel, resistió la taimada tercera, ofreció el caballero nuevos y ricos presentes y á fuerza de ofrecer y de dar, acabaron en que el enamorado galán escríbiese una carta que la dueña se comprometía á poner bonitamente en el devocionario de su señora, para que ésta, cuando fuese á rezar sus oraciones, en él la encontrase, obligándose á tenerlo al corriente de la cara que su ama al recibirla ponía. Quisiera D. Luís que luégo se hiciese, pues sus deseos no le consentían la espera, no conviniendo en ello la melindrosa dueña porque la plática se había alargado y no había lugar de que el caballero fuese á su casa, escribiera y volviese, sin ser notada la ausencia de la criada, dando al traste con el presupuesto de Satanás, que de forjar acababan. Concertaron para verse el siguiente día en el mismo lugar y á la misma hora y se separaron no sin que el caballero diera á la dueña un rico anillo y encomendara en sus manos un alma que ya no era suya y sí de la recatada y hermosa D.ª Isabel.
Para abreviar, al día siguiente fué entregada la carta que la dueña puso aquella misma noche en el devocionario de su señora, y el caballero se fué á su casa á reposar, si reposo podía tener, que ya ni comía ni dormía de puro enamorado, antes al contrario, se pasaba las noches y los días de claro en claro, lanzando al aire prolongados y hondos suspiros y quejándose con lamentos y sollozos de la hermosa ingrata, tan amada como ignorante del fuego que en el pecho de D. Luís había prendido.
Llegó la hora del reposo y en la casa de los Diaz de Morales, todos se encaminaban á sus aposentos, después de cumplidas las obligaciones de la noche y hecha la acostumbrada cena, D.ª Isabel se recogió en su cuarto, donde antes de desnudarse tomó su devocionario y se dispuso á rezar las oraciones que por costumbre tenía. Empero no había tomado el libro, cuando se desprendió de él y cayó al suelo un papel que D.ª Isabel miró con más curiosidad que asombro; preguntando á la dueña, allí presente, qué era y cuyo era. Recogiólo la taimada y, sin aparentar saber punto de aquel papel, lo puso en manos de su señora, quien miró el sobrescrito y vió que era á ella á quien iba encaminado, y abriéndolo se estremeció de piés á cabeza, herida en su dignidad y recato de mujer honrada, al ver el amoroso comienzo del billete y la firma de D. Luís de la Cerda, á quien nunca había visto y de quien aún apenas de oidas tenía conocido el nombre.
Imagen 6. Patio de entrada al Palacio. |
Dirigióse la dama á la chimenea para arrojar en ella el atrevido papel que tan en mengua de su decoro se introducía en su alcoba, cuando la dueña tirándole de la falda la detuvo, y le dijo, que no lo quemase sin leerle, pues sería grato y sabroso enterarse de las amorosas ansias de Don Luís y que, aunque no esté bien en señoras discretas, recatadas y con marido, dar oido á galanteos y quejas de enamorados, tampoco seria sabido, pudiendo por lo tanto, deleitarse con él, que siempre causa deleite el elogio de la propia persona; y no es pecadora la mujer por los flechazos que con su hermosura dá, no habiendo en ella el presupuesto de darlos. Y tales razones dijo la dueña en favor de D. Luís, que á D.ª Isabel se le avivó la curiosidad y acabó que lo leería, con lo que la tercera salió adelante con su siniestro y pensando dar cima por completo á la ventura que á su entender tan buen comienzo tenía.
Recostóse D.ª Isabel en un sillón y desdoblando el papel, leyólo y vió que decía así:
<<Discúlpeme del atrevimiento de escribiros y del deseo de veros, el placer de haberos antes visto, pues no fuiste vista de mis ojos, cuando mi corazón fué muerto de la terrible lanzada que recibió en el instante con vuestra presencia, y aun considerando el recato, honestidad y discreción que os adornan, que todos son en mí daño, alejando de mí la esperanza, fuérzame á encaminaros mis deseos y mi pensamiento la mortal herida que llevo en el alma y que será causa de mi muerte, si no me daís la medicina que á mis males conviene, pues solo en vuestras manos está el remedio del dolor que padezco.
>>Así os ruego que me deis lugar para poder llegar hasta vos, á hora desusada y con el recato y sigilo que á vuestra honestidad conviene, para poderos explicar lo mucho que os amo, lo que podrá lograrse sirviendo de tercera vuestra dueña, único confidente de mis desvelos y pesares. Aguardando vuestra contestación queda sin vida el que es todo vuestro,
D. LUIS DE LA CERDA.>>
Suspensa quedó la dama con la carta del galán é irritada contra la dueña á tal punto que ésta no pudo hacer nada en favor de su protegido, porque apenas empezó á hablar oyó la orden de guardar silencio y la amenaza de ser despedida de la casa si otra vez se atreviese a tamaños desmanes, pero no obstante recibió el encargo de dar respuesta á D. Luís, lo que había de ser por escrito y de esta manera:
<<Ni mi hermosura es tanta para que os enamoreis tan locamente como parece, ni mi calidad, linaje y recato tan pocos para menospreciados. Por tanto, señor don Luis, os ruego que en adelante me guardeis los miramientos que me son debidos y no volvais á importunarme con vuestras pretensiones.>>
Puso D.ª Isabel la carta en manos de la dueña, se desnudó, la despidió y se acostó á reposar, pagada algún tanto de su hermosura y agradecida del amor que don Luís le demostraba, pero no menos ofendida del agravio que se le hacía poniendo en duda su entereza, honestidad y discreción.
No habían pasado aún veinticuatro horas cuando llegó á manos de D. Luís la para él lanzada que no carta, y á punto estuvo de fallecer en el momento de su lectura, pero la dueña no le dejó reposo y tal le dijo, que le devolvió la esperanza, asegurándole que, á la larga, todas las mayores enterezas se quebrantan y rinden; que él mismo en persona debería requerir de amores á D.ª Isabel, para lo que haría lugar proporcionándole la llave de un postigo, que al jardín daba, por donde, á deshoras, pudiera penetrar y llegar sin tropiezo al camarín de su adorado tormento; y así convinieron en los medios de una entrevista impensada que, si á la dama sorprendía, no, por esto, la dejaría menos pagada del amor del caballero que en tales trances ponía por ella su nombre y persona. Y tras la promesa vino el cumplimiento y la llave llegó a manos de La Cerda, que se apercibió para la empresa, harto arriesgada, que había de hallar cabo á la noche siguiente.
No había atado la dueña todos los cabos, sino que dejó uno suelto, y así ocurrió que el paje, primer tercero de esta aventura, que estaba al tanto de los manejos de la barbuda y mala mujer, se creyó defraudado en sus ganancias por la dueña y disputando sobre las cantidades y regalos que ella recibiera de D. Luís, hubieron de regañar por lo que el paje, allá á sus adentros, determinó tomar pronta y ejemplar venganza, y sin encomendarse á Dios ni al diablo, se fué adelante por los corredores hasta topar en el despacho de su amo, al que relató, punto por punto, cuanto sabía, que no era todo, de las maquinaciones de la vieja. D. Juan Francisco, era hombre prudente y severo, y enterado de las entregas de carta y llave, menos de la contestación de su mujer, y sabedor de la hora á que D. Luís había de acudir á la que para don Juan era cita, determinó esperarle en la calle y hacer lo que cumple á un caballero que ve su honor manchado y su buen nombre en lenguas de pajes deslenguados y en manos de dueñas tan afanosas de oro cuanto menospreciadoras de la honra y lustre de sus señores; y armado de broquel y espada, se salió de su casa y se dispuso á aguardar á D. Luís en frente del postigo que al jardín daba, en el rincón que aún hace su casa con la inmediata en la calle de los Muñices. Empero llegó tarde, que ya el aventurero había traspuesto el postigo y penetrado en la casa y debía encontrarse en brazos de D.ª Isabel, según creía el mal aconsejado esposo. Pensando estaba éste si seguiría las huellas del seductor, yendo hasta la alcoba de D.ª Isabel á tomar venganza á un tiempo en ambos, cuando se abrió la puerta del jardín y en ella apareció pálido, triste y descompuesto D. Luís de la Cerda, que había sido arrojado de la presencia de su bella pretendida de mala manera, y en el momento de su aparición se le puso delante D. Juan Francisco Diaz de Morales, en la diestra el desnudo estoque y sin permitirle avanzar un paso le dijo:
Imagen 8. Rincón tapiado donde debió estar el postigo. |
<<Puesto que salís de mi casa, señor don Luís, á tales horas y por tal sitio, bueno será que os pida explicaciones de vuestra entrada y éstas no han de ser con la lengua sino con el hierro, y por tanto, os encargo que os defendais porque tengo la mano impaciente por arrancaros el alma: con que guardaos y defendeos que en este sitio os habré de matar.>> Y sin aguardar más razones, arremetió al hidalgo, que aunque se defendió bizarramente, no pudo impedir que la espada de D. Juan, se le entrara por el pecho derecha al corazón y en busca de la muerte. Cayó D. Luís moribundo, escapó D. Juan, entrando en su casa por el postigo, cerrándolo en pos de sí, y D. Luis no tardó en espirar en brazos del corregidor, que, pasando por el Realejo, y oyendo las cuchilladas, había acudido harto tarde, más con el tiempo necesario para que el moribundo le entregara la carta de D.ª Isabel y le dijera: "Es inocente," escapando al punto el alma del mal herido cuerpo que quedó tendido en la calle de los Muñices.
Ya sabía yó que las malas andanzas de D. Luís de la Cerda, acabarían en esto, dijo el corregidor luégo que hubo leído la carta y adivinado toda la historia que acababa de tener desenlace tan trágico y encargando á los corchetes que llevaran á casa de D. Luís su inanimado cuerpo, se fué solo á la de D. Juan, en donde entró merced á haber dicho su nombre y calidad, que de otro modo no entrara á tales horas y en semejante ocasión.
En el camarín de D.ª Isabel, halló el corregidor al ofendido esposo con la daga en la diestra y próximo á herir creyendo liviana á su honesta y recatada señora, y entregándole el papel que D. Luís le había dado, le dió también la paz y el reposo que á su agitado espíritu convenían. Se habló en Córdoba por aquellos días del asunto, se buscó en vano al matador, que no es fácil hallarlo cuando de ello no se trata, y pasado algún tiempo el postigo del jardín de los Señores Díaz de Morales, se encontró una mañana tapiado y en la pared frontera, en modesto retablo, apareció un Cristo que duró hasta hace poco, como dijimos al comienzo de esta historia, ante el que no han dejado de ocurrir después otros acontecimientos que acaso algún día llegaremos á referir".
Esta es la historia del Palacio de los Muñices, tal y como apareció publicada en 1895 de la mano de Rafael Ramírez de Arellano. No he querido variar ni una coma ni una letra para mantener el encanto de la narración original. Como el autor comenta al final de la misma, hay al menos otro acontecimiento relacionado con el cristo de la calle Muñices, pero esa es otra historia que contaré más adelante.
BIBLIOGRAFÍA
- Cuentos y tradiciones, 1895. RAFAEL RAMÍREZ DE ARELLANO.
IMÁGENES
- 1,2, 6, 7 y 8: Fotografías realizadas por el autor.
- 3: Retrato de la señora doña Isabel Díaz de Morales Muñiz de Godoy y Aguayo, c.1675. Juan de Alfaro. N.º inv. 69/48, MUSEO DE BELLAS ARTES DE BILBAO.
- 4: Vista de la Iglesia de la Magdalena. FO/K 0083-518/F804- Colección Luque Escribano, ARCHIVO MUNICIPAL DE CÓRDOBA.
- 5: Jardines de la Magdalena, TEJADA. FO/A 0088-007/F33, ARCHIVO MUNICIPAL DE CÓRDOBA.
Interesante historia, puede que parte de ficción, aunque las ficciones siempre siguen una línea de realidad inicial. Yo he tenido amigos que vivían en ese Palacio cuando era casa de vecinos. Luego y así sigue fue colegio. Por la Magdalena fabricaron una rampa para que subiera la carroza de la reina Isabel II cuando visitó la ciudad. Y Teodomiro Ramírez de Arellano estaba emparentado por casamiento con una señora de la familia Morales, por esa razón Rafael Ramírez de Arellano tendría más conocimiento de lo acontecido, y que el noveló. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias Paco. Mi mujer fue uno de esos alumnos que estrenaron el Palacio como colegio y la que me animó a buscar la historia que ella había escuchado en el mismo. Con las leyendas vovemos siempre a lo mismo, hecho inicial real adornado con el tiempo. Al menos los personajes son reales y se les puede seguir mínimamente el rastro. El detalle de la rampa lo desconocía, gracias por el dato.
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